Cuando las cosas van mal, siempre van todas mal. No existe el término medio. Primero se te cae el mundo encima, vas cuesta abajo y sin frenos, sin saber lo que te vas a encontrar y con mucho miedo. Te sientes como si llevaras demasiado tiempo sujetando tu peso por encima de una caída inmensa, y no puedes ver el final. Tus dedos entumecidos empiezan a fallar por el ansia de ser libres de cualquier manera, porque necesitan calmarse. La presión en el pecho no te deja respirar, sientes los pulmones llenos de agua, un nudo en la garganta... Vas caminando cabizbaja con muchas ganas de subirte a la cima del mundo y maldecir y gritar, pero es muy difícil llegar tan alto cuando a penas puedes ver el sol. Todos los días parecen grises, todas las horas parecen eternas, y todo el mundo parece triste.
Y entonces vomitas; vomitas palabras que no entiendes, que no sientes y que no piensas, te quejas y echas en cara que no puedes continuar, porque tus pies están tan destrozados de tropezarse y tan cansados de andar, que te piden un descanso. Te asustas y te invade la oscuridad, miras a ambos lados y contemplas el tiempo y es lo peor que puedes hacer. Dejar que los fantasmas del pasado te expliquen lo que aún no has vivido, lo que ellos nunca van a vivir porque se quedaron estancados en un punto, en el que tu te acabas de parar. Te sientas a esperar, en el suelo, a ver si en algún momento la lluvia cae y te refresca la mente, pero solo te deja empapada, con frío y el suelo lleno de charcos. Una cosa más que lamentar. Una escusa más para llevarte las rodillas al pecho y volver a llorar, una escusa más para tirar la toalla. Te quedas esperando a que tú insignificante camino llegue al final, pero nisiquiera te intentas levantar.
Pasa el tiempo, y ves que todo sigue igual y te arrastras al charco más cercano muerta de sed, como si fuera un oasis en un desierto, porque ves un destello al mirar. Recuerdas que hay un cielo, y miras arriba y ahí está el sol, iluminándolo, después de unas tormentas que hicieron descargar. Vuelves de nuevo la vista al suelo pensando que es una ilusión, pero ahí está. Te acercas y le das la mano, y te sonríe y sonríes de vuelta, y dices 'hola soledad' y ves la realidad, ves que estas empapada, que estás destrozada, que te has cansado de luchar, que te duele la espalda y que todo eso te importa mucho más que con quien puedas estar. Tiras la mochila al suelo y la vacías, apartando de ti las piedras que mucho llevan incordiando y justo al lado está la toalla. La recoges con las manos temblorosas y te secas. Te giras y miras al final de la carretera, y empiezas a avanzar. Tus dedos se sueltan del saliente, y te dejas caer tranquilamente con nueva esperanza, y al final, caes con un buen golpe, de pie, y ves un espejo.
Te quedas a contemplar tu reflejo. Al principio no te reconoces, no sabes quién esa persona que te sonríe desde el otro lado, aún con la mano tendida hacia ti, y le das las gracias mientras todos los posibles rostros que tenías en la cabeza se evaporan y te dejan ver lo que hay detrás, la verdad. Que la culpa no es del viento, de las nubes y del charco. Y que al final del día, cuando las luces se apagan y el mundo se vuelve lento, cuando la esperanza se va a dormir la única que lo sabe eres tu, y por tanto, tu eres la única en la que puedes confiar.
Mi pequeño universo cultural, con libros, fotos, dibujos, y por supuesto música.
miércoles, 5 de junio de 2019
Paciencia.
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